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lunes, 26 de mayo de 2014

El palacio del silencio.



La única nobleza que habitaba aquel vasto palacio renacentista, era la inocencia de aquella chiquillada caminando en dos filas de a uno, ordenados por altura, cual si fueran en procesión. Ni príncipes ni reyes, ni más señores que aquellos curas, vestidos de negro desde el alzacuellos hasta los lustrosos zapatos. En silencio, rezando el breviario entre una y otra fila, el presbítero guiaba el paso hacia la capilla. Después de las preces, una vez levantados al toque de una estridente campana eléctrica, antes del amanecer, aquellos hijos de la mar de olivos, desde Begíjar a Pontones, desde Andújar hasta Alcalá, uno detrás de otro, de pie o sentados y de rodillas, oíamos misa, comulgábamos, no antes de haber pedido perdón por los pecados cometidos. 

Palacio de Jabalquinto ( Antiguo Seminario Menor ) Baeza ( Jaén )

Corría el año de mil novecientos sesenta y cuatro, a la sazón no cumplidos los once años, el maestro pero también el párroco de mi pueblo, dieron aviso a mis padres, de unos exámenes que había, para poder estudiar con beca en el Seminario Menor de Baeza. No eran pocos los padres, supe después, que veían más problemas que provecho, en que estudiaran sus hijos fuera. Aprendidas las cuatro reglas en la escuela, vendría bien a la casa, que sumaran un salario, a las necesitadas familias. No fue mi caso, tal era el empeño tanto de mis padres como el mío, de hacer de las letras hábito y empleo. Además conocía la misa y todos los rezos en latín, no en balde era monaguillo desde hacía algún año. Pasados los exámenes con nota y concedida una beca de siete mil doscientas pesetas, aquel verano fue el más intranquilo y feliz que recuerdo. Mi madre bordaba mis iniciales en mi ropa, sábanas y prendas de vestir para que no se pudieran confundir. ¡Una maleta, me compraron una maleta....había visto tan pocas! De sorpresa en sorpresa...mi inquietud crecía, viendo que los preparativos tenían nombre de despedida. Hay huellas sin rastro porque la has tapado debajo de tu piel. Despedida que meses más tarde, entrado el invierno en un Baeza largo y frío, afloraba en tu cama, junto a otra cama y otra... en una sala de ahogados gemidos, de hombres que seguían siendo niños o de niños que se imitaban hombres. Noches oscuras, toques de ánimas de un convento cercano, ojos húmedos pero cerrados. Nadie sabrá de lágrimas mientras estén escondidas, pensó la tortuga mientras le crecía su dura coraza que la haría longeva.
Patio del Palacio, ( En este pátio, estaba la Capilla y dos de las aulas, año 1964) Baeza (Jaén)

El primer invierno fue duro, los otros también, compensados tal vez por el descubrimiento de mi virilidad aterciopelada, que había nacido en la noche con el ábaco de mis dedos.

La campana de nuevo rugía, desafiante y autoritaria, echándote de la cama cada vez más rápido para asearte, vestirte, barrer, limpiar, hacer la cama y de nuevo en fila, las preces y a misa. El día transcurría rápido, entre clase y clase, entre estudio y rezo del ángelus, rosario, sabatina y en mayo con flores a María. Pasados cincuenta años, descubro con horror, que no recuerdo lo que hice ayer y repito con soltura todos los hábitos rezados o cantados en latín como si el tiempo se hubiese parado entre campos de Baeza. Tres recreos de 45 minutos al día nos distraían del rezo y del estudio. 

Eran tiempos difíciles para todos, así que el menú era sencillo, cocido al mediodía y lentejas y boquerones por la noche, diez meses al año a excepción del domingo o cuando venía a visitarnos el obispo. 

Ese mismo año, el Concilio Vaticano II estaba cambiando la Iglesia, dos años después, las puertas del palacio se abrieron, entró el aire de la normalidad para romper filas. De la campana estridente nunca más se supo. Cumplía trece años, todo un adolescente, entraba y salía de palacio a mis clases al Instituto, donde mi ya leído, D. Antonio Machado, muchos años antes había dado sus clases.

Mis once años y doce años se quedaron en palacio, a veces pienso que tuve mucha suerte, otras que me marcaron para siempre, ahora pienso mientras escribo que nuestros caminos siempre dejan marcas y arañazos, aunque los hayas recorrido no a pie sino volando. Estoy aquí porque estuve allí. Lo contado no es más que un retazo del vuelo de un pequeño ruiseñor en aquellos años. Un torpe niño que le costó salir del nido, pero salió. Remontado el vuelo comprendí que  los seminarios fueron un gran semillero de estudiantes, hijos de familias humildes y que la educación austera y espartana que nos dieron no siempre ha sido bien valorada por la sociedad.
Hasta la próxima semana, hermanos. Que seais felíces.

La nota de humor:














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